Dios ya no me habla. Y sus herederos acusaron de caduca a mi alma, sin la mínima esperanza de acorralarme en sus trincheras. El cielo puede perdonar el descontrol, el desvío, puede aceptar que somos imperfectos, pero no concibe a un alma en silencio. Cuántos santos escondidos habrán padecido el mismo calvario, crucificados en el gólgota de un espíritu bombardeado por los ángeles vengativos.
No pecar es la afrenta más grande. La divinidad está reservada para los eternos, no para los hombres de sangre y hueso. Qué hubiese sido del mundo si me él me hubiese hablado, digamos perdonado. Pero el peso del castigo ha devastado mis rodillas. Mía es la culpa y mío es el castigo. Dios ya no me habla porque es justo que sigua en silencio.
Estoy llorándote Señor y es inevitable. Qué enorme afrenta el pararme frente a ti sin poder decirte que en mis últimos suspiros no quisiera tenerte cerca. Que desgracia perderte y perderme en el valle de las tinieblas. Te quiero, te amo, pero no te perdono. Así de humano me creaste, así de humano me humillo.
Tengo la piel cansada de estar mirándome. Mañana, con el viento empañándome las córneas, volveré al armagedon de mi suplicio, te miraré abatido, y rogándote como todos los días por que pronuncies una sola letra del alfabeto, besaré el suelo que sabe a infiernos, y sentiré que es justo y lo merezco. Es triste saber que ya no me hablas, y yo ni te miro.
"Mi quinto amor fue una muchacha sucia
con quien pequé casi en la noche, casi en el mar." (Martín Adán)
Mi primer amor me sorprendió a las cuatro de la tarde. Paso con sus maletas sin darse cuenta que yo le incrustaba las retinas siguiendo el paralelo descendente de sus piernas. Seducido, alocado. La llevé hacías las sombras para confesarle que sin ella todo estaba perdido. A veces su nombre aún me gobierna. Cuando le dije que la distancia era un monstruo que no había aprendido a destruir, me tocó el rostro, me disparó a los ojos con los ojos suyos, y consumó el indeseable acto de quien se despide para siempre. Te quiero -me dijo- y yo me hundí en el abismo.
Mi segundo amor me enseñó a morder los labios despacito. Tenía la solemnidad de una prusiana pero la lengua de porteña. Alta, blanca, jugosa, de nombre impronunciable. Nunca supe qué decirle por las noches. Había en sus besos un sorbo de arsénico y delirio que aprendí a domesticar en defensa propia. Quién sabe y era verdad lo que me decía, que más allá de sus labios nada era cierto. Se fue porque la ciudad le cansaba y me dejó bajo la puerta un cigarrillo que prendí en enero.
Mi tercer amor odiaba mi pasado, así que aprendí a odiarla.
Mi cuarto amor tenía nombre de monarca. Se levantaba como quien le pide al Sol un canto. Y yo le cantaba por las tardes, le escribía poesías, le tocaba las piernas. Con ella tuve mi primer suspiro, el que aún pulula en sus escaleras. Mi pecho era el nido de su rostro y sus manos eran la cuna de mi espalda. Decidimos no tentar la furia de Dios con tanto deseo, y cada quien se dirigió a su casa sin decir una sola palabra. Sólo volvió cuando murió mi abuela y me dijo que su rostro había encontrado otro nido y sus manos encunaban otra espalda. Desde entonces olvidé cómo era eso de los suspiros.
Mi sexto amor me alcanzó después de la cena para besarme la frente. Yo le rogué que tuviera misericordia de mi alma y me dejara libre. Me dijo que no tenía tiempo para eso. Antes de apocalipsis de su cuerpo, le confesé que de todos mis amores, sólo con ella perdía la fe. Una noche de junio decidió poner fin a mi holocausto y me soltó el brazo para siempre, no sin antes crucificarme con un gesto. Ahora sólo de ella no me olvido.